Cuando hay Toro

La tarde del 22 de abril de 2006, en la plaza de toros de la Maestranza de Sevilla, se enfrentaron el torero francés Sebastián Castella (Escapulario de oro del Señor de los Milagros 2003 y 2006) y el toro Encendido de la ganadería Zalduendo.

Encendido, de 514 Kg., es un ejemplo del toro que los aficionados esperan ver salir al redondel cada vez que toman asiento en el tendido, cuando suena el clarín.

El taurino nunca pierde de vista al toro, el protagonista de la fiesta. Desde que sale a la arena, lo observa desplazarse por el ruedo y acudir al cite del matador. Se fija en como va al picador. Exige que no lo puyen mal ni le den muchos capotazos antes de la faena de muleta.

Cuando el torero y su alternante se encuentran a solas en el último tercio, el público se concentra en valorar el desempeño de ambos.

Finalmente, en el momento supremo de la muerte, los amantes de los toros se inclinan hacia adelante proyectando todo su ser en una fugaz fracción de tiempo que se materializa en el encuentro entre el hombre y el animal.

A veces, esa emoción contenida choca de bruces con una ejecución defectuosa de la suerte, que prolonga la agonía del animal y arruina una buena faena. Pero cuando hay toro, toro bravo, su caída se transfigura en un monumento viviente que, al morir, concentra toda la ilusión del pueblo, y la hace tangible.

Esa emoción tantas veces esquiva, acrisolada en tardes y tardes de toros, es la que se sintió aquel 22 de abril de 2006 en Sevilla y se siente aún frente a la pantalla.

Es el asombro que se expresó de pie, en aplausos, en cinco minutos de seriedad y respeto a la bravura de Encendido, que no quizo morir sino en el centro del ruedo, demostrando su casta hasta el último hálito, como lo hacen los toros nobles.

Quienes han aprehendido la importancia de estos momentos nunca encontrarán en esta heroica agonía ningún gusto por el sufrimiento del animal. Todo lo contrario, se sienten responsables de la supervivencia de su brava especie y a tal fin se empeñan todo el tiempo.

No sorprende que esos instantes inefables remitan al arte: estan en aquellas escenas de la película El Niño y el Toro (The brave one de Irving Rapper, 1956, Oscar al mejor argumento) cuando el animal se niega a dejarse estoquear para ir al encuentro de su dueño, el niño, en los medios del redondel.

Esos momentos están también en las esculturas taurinas de Mariano Benlliure (el mismo que hizo el monumento de la Plaza San Martín de Lima).

El 23 de abril del año pasado, el diario El País tituló: "La emocionante belleza del toro bravo", y su cronista, Antonio Lorca, concluyó su reseña escribiendo: "La tarde fue de Encendido..."

Encendidas serán aquella y todas las tardes en las que los aficionados tomen asiento en el tendido y vean salir, una vez más, a un toro de verdad. (V.T.)